Comentario
Estos nuevos edificios, conforme ya ha señalado R. L. Kagan, responden, como gran parte de las reformas aludidas, a un espíritu cívico que, enraizado con la tradición cívica del Humanismo italiano, manifestaba las aspiraciones y recelos de las ciudades españolas frente a los deseos centralizadores de la monarquía. Uno de los mejores vehículos de expresión de esta nueva mentalidad lo constituye el género de las historias locales que, mediante un cúmulo de noticias generalmente falsas, remontan al lector a los orígenes míticos de su ciudad. La "Historia de la ciudad de Sevilla" (h.1540) de Luis de Peraza inauguró el género al que pronto se adhirieron otros comentaristas de la historia urbana que, como el toledano Pedro Alcocer, autor de la "Historia o descripción de la Ciudad Imperial" (1554), rastrearon los orígenes y excelencias de ciudades como Talavera de la Reina (1560), Burgos (1581), Zaragoza (1595) y Cádiz (1598), anticipando el éxito que el mismo había de tener en el siglo XVII. Este espíritu se expresó espiritualmente en una especial devoción a los patronos y santos locales, manifestada en los numerosos encargos de imágenes devocionales y en la publicación de libros referidos a la vida, martirio y traslación de las reliquias de estos personajes sagrados, que constituyen una referencia inapreciable sobre el contenido de los triunfos y fiestas religiosas en el nuevo contexto de la ciudad.
Conocidas algunas de las causas que motivaron el desarrollo espectacular de muchas de nuestras ciudades, conviene que nos detengamos en el análisis de los métodos operativos que lo hicieron posible. Hemos de admitir, como punto de partida, que los propósitos y recursos humanistas en materia de planeamiento se tuvieron que aplicar generalmente en unos tipos de ciudad dependientes morfológicamente del pasado. La ciudad medieval, con su concepción sectorial y yuxtapuesta del espacio urbano y con unas formas constructivas -adarves, saledizos, cobertizos, etc... - que amenazaban continuamente los espacios comunes, conformaba un complejo campo de experiencias que aumentaba su dificultad operativa en el caso de ciudades como Toledo, Granada o Sevilla por su especial orografía o por sus disposiciones de trazado islámico.
Es evidente que en el Renacimiento español las ciudades se transformaron conforme se adaptaban a sus nuevas funciones y se establecían nuevas relaciones sociales entre los diferentes sectores de la ciudad, e incluso cuando la cultura ciudadana a la que hemos aludido impuso unas nuevas formas para conseguirlo aproximando su imagen a modelos culturalmente prestigiosos como Roma, Atenas o Jerusalén. En este sentido, fueron varios los modelos de intervención a aplicar a los centros urbanos, no siempre relacionados con lo estipulado en las "Ordenanzas Municipales" y la teoría urbanística al uso.
Un tanto decepcionantes resultan, en este aspecto, los reglamentos contenidos en las ordenanzas que, como las de Sevilla (1527) y Toledo (1562), emanaban del poder municipal pero procedían de la disposición ordenancista de los monarcas medievales, que tienen en las "Partidas" de Alfonso X su más remoto antecedente. En todos los casos, el ayuntamiento y sus técnicos -oficiales mecánicos y alarifes en nombre del poder real- se limitaban a impedir la privatización de los espacios urbanos, permitiendo, sin propósito de ordenación alguno, las iniciativas privadas en el área de la construcción. Hay que esperar hasta 1550 aproximadamente para que un texto normativo, inspirado en la teoría albertiana, refleje algunos aspectos ideales de la urbanística quinientista. Nos referimos al manuscrito conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid que ha sido recientemente estudiado por F. Marías y A. Bustamante. En él, además de proponer modelos diferentes de plaza mayor y su ordenación vertical en soportales, se plantea la necesidad de construir plazas secundarias como lugar de esparcimiento público y de disponer correctamente el trazado de las calles y la alineación de las fachadas y, cómo no, toda una serie de medidas destinadas a mejorar el ornato de la ciudad, insistiendo en sus valores visuales, y a favorecer las obras públicas, su infraestructura sanitaria y sus comunicaciones con otros centros urbanos.
Estos buenos propósitos, institucionalizados jurídicamente a partir de 1570, hay que confrontarlos con la planificación de ciudades de nueva planta diseñadas de acuerdo a proyectos de urbanización de carácter ideal. Si descartamos la fundación de nuevas poblaciones de planta regular proyectadas en el reinado de los Reyes Católicos -Puerto Real (1481) en Cádiz, Santa Fe (1491) en Granada, o La Palma de Gran Canaria (h. 1500)- por responder a criterios estratégicos y a una disposición regular de tradición medieval, los únicos proyectos de envergadura datables en este período son los correspondientes al programa de repoblación de la Serranía de Jaén, desarrollados por iniciativa de Carlos I en la década de los años cuarenta. Valdepeñas y Mancha Real son dos de aquellas poblaciones que mejor conservan su trazado regular. De proporciones rectangulares como las yslas del parcelario urbano, se compartimentan mediante la composición ortogonal de sus calles que comunicaban el exterior de la ciudad con una plaza mayor, cuadrada y de carácter polifuncional. Desde el punto de vista urbanístico, lo más interesante de este programa fueron los mecanismos de control y seguimiento del mismo. A tal efecto, parece ser que el emperador nombró a jueces comisionados del repartimiento de la Sierra de Jaén, quienes, en colaboración con un técnico -ingeniero primero, y arquitecto más adelante-, fueron los encargados de diseñar y supervisar el planeamiento de estas ciudades.